En este momento espero que caiga el rayo que acabe con mi vida. Me siento bien, al final de todo, cuando la muerte aguarda, me siento pleno. Creo que es de esperar, la vida sabe que está en su final y todo es diferente. Bueno, ahora que lo saboreo mejor, no es que cambie, sino que vuelve. Si, no me equivoco, vuelve al principio. Todo es magia y reluce en cuerpo, desprendiendo luz y misterio. La percepción vuelve a la niñez. La infancia que todo lo embellece. Escucho los violinistas ¿o son soldados que han encontrado un gramófono entre los escombros?. No lo sé ni me importa, la música es exquisita. La luz se filtra entre los harapos que me han colocado para no ver la muerte. Es la luz más blanca que he sentido, su calor me inunda el alma, la que dentro de unos segundos se irá por agujeros de bala. Me pica la nariz, lo percibo todo como el más avezado perro de caza. El sudor de mi frente, el polvo de las ruinas, la pólvora en el aire, la carne recién mutilada, el café de los “merecidos” vencedores, todo es extrañamente agradable, uno de esos olores que en mezcla única, no olvidas nunca, aunque mi nunca fuese mi ahora. Y yo aquí, donde un sentimiento me hace sentir sublime a punto de convertirme en una víctima más de una guerra más.
Pero me juzgaba dichoso, por vivir ese momento y partir sabiendo que he vivido para apreciar esa música, ese frescor, esa luz, ese olor y la caricia de un sentimiento que hacía estremecer mi corazón, por toda la eternidad. Una eternidad que comenzaba con un dragón de madera y metal, rugiendo para escupirme maldad emplomada y envuelta en fuego.
Pero me juzgaba dichoso, por vivir ese momento y partir sabiendo que he vivido para apreciar esa música, ese frescor, esa luz, ese olor y la caricia de un sentimiento que hacía estremecer mi corazón, por toda la eternidad. Una eternidad que comenzaba con un dragón de madera y metal, rugiendo para escupirme maldad emplomada y envuelta en fuego.
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