martes, 24 de agosto de 2010

A María la hora se le estiraba, como un chicle que hace camino entre la suela de unas Adidas Superstar y un suelo de adoquines grises. Se le estiraba, como se estiran los días de palabra entrecortada, como se estiran los años infelices, que suelen ser bastantes o casi todos, depende de si se tragan o no con la ayuda de un vaso de agua. Pero definitivamente, se le estiraba la hora tantísimo como un pegajoso beso guerrero que no da cuartel.

Allí parada, María esperaba. Los cielos se intercambiaban y las calles se interponían, se amontonaban y desamontonaban las personas, se comían los soles y se estrellaban callecitas mal trazadas. Oía cantar los coches y rugir los letreros forforescentes. María, seguía esperando. El banco donde esperaba estaba frío y frío notaba en sus nalgas, los papeles arremolinados acariciaban sus pantorrillas, juguetones. Los niños leían sobre la vida riendo y así aprendía a olvidar la risa. Y alrededor de ella lo hacían. Por su parte, María seguía esperando, junto a la hora estirada. Y miraba a la hora con melancolía, mientras se estiraba infinita, desde el pasado que estaba sentada a su lado hace ya unos interminables cincuenta minutos hasta el presente donde seguía a su lado, pues la hora vivía en el pasado y en el presente, pero no entendía el lenguaje del futuro.

María se levantó, se le había terminado el esperar.

lunes, 23 de agosto de 2010

Señorito

Señorito de las mil luces que repartes los cuernos entre el solsticio y las perseidas. Perseguido el rastro de tus torpes pies guiados por tus torpes sentimientos, perseguido por un tiempo soñador.

Señorito pelo fuego, que quemas con la estúpida ñoñería del sí pero ahora no puedo. Que arañas los laterales del agujero maldito, pidiendo salir, supongo. O tranquilidad.

Estúpido artífice de marañas sin sentido, congelas tu espíritu.

Andas quiebro, patizambo, alicaído, ojos amargos, pecho henchido y puñetero. Despiertas pasiones, despiertas ganas de vivir.