El cielo ruge a través de una tormenta eléctrica dando bastonazos de luz en la lejanía, tras el castillo de San Sebastián. El paisaje está enmarcado en nubes de fantasmagórico vaivén, figuras encapuchadas recorren el paseo del Campo del Sur con premura, mirando con curiosidad a los pescadores, que ya empiezan a salir de sus húmedas casas para aprovechar el temporal donde la pesca es más fructífera. El mar la está tomando con los grandes bloques de piedra que protegen el flanco sur de la ciudad antigua, dando empellones con saña y mojando de rocío salado a los curiosos, que no pueden evitar la tentación de ver a Poseidón en todo su esplendor. En la carretera de antiguos adoquines, traquetean los autobuses y motocicletas, quejumbrosos por tan molesto trayecto. La cúpula amarilla de la Catedral llama a las gaviotas al dulce y sacro hogar. El aire es una extensión etérea del mar embravecido que perla las miradas y los paraguas. Sus luces, sus tejados, el mar como indiscutible protagonista de una instantánea eterna.
Resistiendo, ahí viven con gentileza, unas piedras milenarias que besan las faldas del camino. Unas calles ladronas, donde se ha vivido tanto y donde los recuerdos asaltan como bandolero embozado tras las esquinas encañonadas. La piel excitada con el olor de un aire impregnado de tradición marinera, ojos anegados en lágrimas comprueban que el tiempo en Cádiz es un turista más, pues allí no puede vivir, si pasaran doscientos años, allí seguiría, igual, imperecedera… con su casta chulesca inclinada al mar, asomándose a ese balcón lleno de geranios a la orillita de la espuma…
Resistiendo, ahí viven con gentileza, unas piedras milenarias que besan las faldas del camino. Unas calles ladronas, donde se ha vivido tanto y donde los recuerdos asaltan como bandolero embozado tras las esquinas encañonadas. La piel excitada con el olor de un aire impregnado de tradición marinera, ojos anegados en lágrimas comprueban que el tiempo en Cádiz es un turista más, pues allí no puede vivir, si pasaran doscientos años, allí seguiría, igual, imperecedera… con su casta chulesca inclinada al mar, asomándose a ese balcón lleno de geranios a la orillita de la espuma…