miércoles, 7 de julio de 2010


En las losas pulidas y relimpias de la estación de tren de Cádiz, se reflejaba el mundo, pintando dobleces y dualidades. La luz entraba a chorros y en grandes columnas entre las cristaleras, difuminando los letreros luminosos que dictaban destinos y horarios.

Anaïs se impregnó del aroma especial que destilaban las estaciones de tren. Siempre le habían gustado, guardaban el sentimiento de miles de historias. Historias tristes y felices, despedidas, encuentros y reencuentros, miserias y riquezas… todo aquello convertía a ese lugar maldito por el romanticismo en un infinito mosaico de vidas que sólo hacía crecer y enriquecerse con la llegada de cada incansable tren.

Pero ese día Anaïs no disfrutaba de aquello. El viento caliente de la despedida azotaba su pecho, pinchándole a pellizquitos. Su familia había venido a visitarle desde París y volvían a casa. La cara de su padre desdibujaba una estela de tristeza melancólica que le arrancaba el alma arrastrándola tras el tren.

Anaïs sabe que hace décadas su padre había huido de su casa. La brutal figura paterna le agobiaba la existencia. Por aquel entonces, recodo del tiempo perdido dentro del mismo tiempo, su padre huía de casa, despidiéndose de su familia también en una estación de tren. Y fue esa imagen, repetida en Cádiz tan lejos de Paris, que despertó esos recuerdos escondidos.

A la pequeña parisina se le quemaba la puntita de los dedos, hormigueo que palpitaba en su pecho. Y con el brazo de su padre agitándose en la lejanía vio como sus tristes anhelos se alejaron.

- Adieu, passé.

El calor de las alegrías gaditanas abrigó su sonrisa.

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