viernes, 13 de noviembre de 2009

El té de los leprosos (taller escritura creativa)

Caía la tarde derretida en lluvia sobre la parte vieja de una ciudad europea. El molesto traquetear de los coches y el relinchar de autobuses rompían contra el lateral de cristal de la cafetería. El silencio del interior del lugar daba la sensación de observar a través de un cristal de pecera. Ilusión intermitente interrumpida sólo cuando alguien entraba y el ruido invadía por un segundo el lugar.

Allí, tres amigos se encontraron, tras un río de años, que sin interrupción, había transcurrido desde su último encuentro. Ellos habían cambiado, alguno tenía barba, otro estaba calvo y el que queda, pongamos, tenía gafas. Aquellos amigos esperaban encontrar en los otros a esas personas limpias de vida que habían conocido hacía ya mucho tiempo. Buscaban más allá de las calvas, las barbas y las gafas.

Entre el calor del té y el humo dulce de pipa hablaron de viejos tiempos y por un instante el resplandor de la amistad inmaculada brilló satisfecha.

Pero uno de ellos había triunfado como traficante de secretos y perdió la honestidad descubriendo los engaños y artificios que usó para hacer su fortuna. Otro, era un reconocido sabelotodo que había ganado varios premios por sus conocimientos sobre cosas incomprensibles. Él se veía con la autoridad suficiente para adoctrinar como cuando lo hace desde su púlpito, y así perdió la empatía reprochando duramente y sin tacto a su amigo. El último era un pobre constructor de sueños que siempre olvidaba empezar por los cimientos, condenándose al fracaso. Al escuchar a sus amigos discutir perdió la seguridad, avergonzado ante la majestuosidad comprada de uno, el nadasabelodismo de otro y el nadismo de si mismo.

El hombre rico no podía rivalizar con el conocimiento de su amigo así que mostró su dinero, coches lujosos, grandes casas y mujeres de belleza quirúrgica como escudo y arma. Así perdió la humildad.

Rojo de rabia el amigo sabio perdió la razón y gritó desorientado atrayendo el ruido al lugar.

Ante tal situación el tercero, eterno mísero, perdió la vergüenza y se quitó las ropas para mostrar su cuerpo lleno de sueños y vacío de realidad.

Los mismos que entraron entre abrazos abandonaron la cafetería perdiendo, tras de sí, partes de sus almas. El calor del té había desaparecido, el humo de pipa se tornó amargo. Se iban enfermos de lepra, enfermos de tiempo, enfermos de vida.

- No me descubras este fenómeno, no me digas su nombre, no me lo describas. Déjame valorarlo sólo con los sentidos. No quiero que muera en la cárcel de las palabras. Y que lo recuerde idealizado, como un concepto frío y ajeno que flota en la acetona de la mente o como una descripción falsamente cálida, hijo de un artificio del hombre. Si no como una nebulosa de olores, visiones y sentimientos, que se funda conmigo, con esa parte del ser que hemos intentado atrapar con la palabra alma. Y que muera conmigo, para quién venga detrás de mi lo viva sin mancha ni corrupción de conocimiento, sin previo aviso, con la pagana felicidad de la inocencia más primitiva, y volver a ser por un instante el ser sin mácula que fuimos antes de empezar a hablar.

Y aquello que nunca sabremos que fue, transcurrió ante sus ojos, narices y sentidos, introduciéndose en ella para formar parte de su alma. Y aquello la cubrió para toda la vida, haciéndole feliz, confidente de un secreto del mundo, armonía del cosmos, y que aunque quisiese no podría desvelar. Pues no existían palabras ni conceptos para describir o nombrar tal cosa. Y al pasar de los años, escapó acompañando a su muerte, sonriendo alegré cuando atravesó los barrotes de aquel lugar al que el hombre había conseguido dominar con la palabra.