sábado, 19 de diciembre de 2009

El dios de Azúcar (Taller de escritura creativa)

Entre los montones gigantescos de conocimiento aprendido por la experiencia, existe también, escondido y tímido, un conocimiento antiguo que nadie sabe de donde proviene. Pasa con ellos como pasa con esos libros mágicos procedentes del país de la casualidad o de la biblioteca de la buena suerte, que de pronto, aparece en nuestras manos.

En uno de esos se habla de una mujer, que desnudita de conciencia tuvo un sueño tan vivido que siempre pensó que realmente formaba parte de esto y de aquello, como un coche de voz ronca o un caracol pedante. En ese sueño un dios, que más bien podríamos llamar diocesillo, crecía en su corazón y se le escapaba poquito a poco en cada guiño coqueta o en cada suspiro de anhelo. Y fue tan fuerte su fe y su creencia, que pronto un templito se formó bajo su cama, donde escondía como ofrenda y tesoro la parte física de cada día transcurrido. Y así, tranquila su conciencia se meció adormecida como en una siesta de las de verdad, de esas que vienen sin avisar, atacando con el calor de las cuatro de la tarde en primavera.

Pero un día ocurrió, tenía que ocurrir. La sentencia definitiva de muerte capitalísima viene cogida de la mano de la cuestión ¿Por qué? Desterrando al diocesillo a las fauces devoradoras del conocimiento. Sentada al borde del mundo, la mujer inconsciente dejaba caer gotitas de su tiempo regando con ansía el vacío. Nunca dejó de llorar lo vivido y en el sofocón de la vida, ella se secó. El diocesillo murió con ella.

Pasaron los años haciéndolo como sólo el tiempo lo sabe hacer; caminando de puntillas cuando lo observas sospechoso y corriendo loco cuando desvías por un segundo la vista.

Alguien encontró el templito debajo de la cama, el templo que hablaba sobre una vida. Contempló el principio y el fin de la creencia, el nacimiento y muerte del diocesillo. Y por un instante fue la muerte más bella jamás contemplada.

El diocesillo pasó a diluirse como un terrón de la posibilidad soñadora, como azúcar de símbolos en el café del todo, endulzando nuestra memoria y así poder sentir por un segundo el placer de saborear nuestra esencia más autentica.

Ciudades invisibles (Taller escritura creativa)


Cabalgando en dirección a la casa del Gran Khan, mi señor, por los infinitos desiertos persas, cerca de la antigua Bactria, encontré un fértil valle regado por un río de considerables proporciones. Ya al entrar en aquel aislado lugar, el magnífico paisaje me impactó, las altas montañas de sus alrededores estaban cubiertas por antiguos glaciares, que hablaban de un pasado mítico donde todo en el mundo era de un tamaño titánico. Por doquier florecía la vida, siendo testigos de todo lo que la naturaleza podía ofrecer. Desde las cumbres más altas se vestían las laderas de fríos bosques de pino y roble más propio de las germanias. Pero alrededor del río la vida era tropical y los palmerales se mezclaban con grandes árboles de raíces gruesas como patas de elefante. Cientos de especies animales que nunca vi corrían, volaban o nadaban a la vista, mostrando sus maravillosas ansias de vivir.

Extasiado recorrí sus senderos idílicos hasta que llegué a Tierra, la ciudad que poblaba el valle. La ciudad era gigantesca, jamás vi una igual mi Gran Khan, ni en Siria, Egipto o Europa. Pero comparada con el valle era insignificante, era un mundo dentro del mundo. El curioso nombre de la ciudad había sido otorgado por sus dirigentes, pues al conseguir descifrar su idioma, muy parecido al persa, aseguraban ser la única tierra posible del mundo, ya que ni podían ni querían atravesar esas inconquistables montañas que los rodeaba, y los pocos que volvían de tan asombrosa aventura sólo hablaban de un desierto infinito en todas direcciones. La verdad mi señor, que era un gran pandemonium de casas destartaladas que se desparramaban por todo el lateral del valle, subiendo desde el río hasta las montañas, cuesta arriba. Siendo esta la escala social con la cual se median los hombres, cuanto más alto tuvieses tu casa, más importante eras. Pero la verdad, que todos vivían en un estado de miseria que me sorprendió por lo verde y fértil del lugar, sólo la clase dominante de reyezuelos vivía de forma holgada, entre unos lujos que ni el mismo Gran Khan podría imaginarse, pero en los cuales no quiero centrar mi relato. En el centro de esa ciudad, había una avenida monstruosa que se dirigía hacía las montañas, donde como dije antes, vivían los señores, estos eran una suerte de mercachifles-sacerdotes-guerreros-políticos que aglutinaban todo el poder, peleando entre ellos y enfrentando a la ciudad, haciendo imposible cualquier intento de prosperidad y unión pacífica. El habitante medio de Tierra vivía como drogado recorriendo los gigantescos arrabales, perdido y asustado, buscando la única salida posible, que era esa gran avenida de la que antes hablé. Cuando por fin conseguían llegar a ella eran asignados con una dura carga que tenían que transportar hasta lo alto de la ciudad, allí construían una gigantesca estatua donde gastaban sin consideración todos los preciados recursos del valle para decorarla y hacerla los más majestuosa posible. A simple y neutral vista, parecía que la construcción de aquel monstruo no tenía fin, que terminaría por hacerse más grande que la propia ciudad y que incluso el propio valle. Pero lo más asombroso es que hasta un niño pequeño podía ver que aquel monumento, por su lugar de construcción y por sus proporciones, terminaría por caer encima de sus constructores, arrasándolos para siempre. Aún así ellos seguían construyendo, imperturbables, erigiendo sobre sus cabezas una sombra de miedo y riqueza devoradora. El valle alrededor de la ciudad, sus preciados bosques, se convertían poco a poco a causa de la gran estatua en un gran estercolero.

Intenté hablar con algunos ciudadanos pero estos no hablaban, al parecer no sabían y los que sí conseguían articular palabra, pronto se cansaban de mantener tan ardua tarea, que parece ser, hablar. Sentí un miedo terrible mi señor, pero sobre todo impotencia de no poder parar aquella locura. Así que no dude un instante en ponerme de nuevo en marcha y alejarme de tan espantoso y desesperante lugar.