domingo, 19 de junio de 2011

El Juglar #1

Mis botas gruesas de gastadas suelas, hicieron crujir los guijarros del camino hacia el hogar de mi reclamante. Estaba caducando la primavera en la baja Andalucía, y el omnipresente quejido de las cigarras me molestaban hasta lo inimaginable. Mozas de generosas curvas se propinaban codazos y cuchicheaban sobre mi, de esa manera que tan bien hacen las mujeres por instinto, como si yo no estuviera presente, haciéndome ruborizar. El golpeteo metálico que la cruz de la larga ocasionaba contra mi hebilla, hacia rítmico mi caminar. Sonreí con dulzura, a lo que para mi eran damas, levantando mi sombrero de ala ancha que hacia poco había adquirido y que maldije, por no haber conocido antes... ya que el sol acuchillaba desde su posición aventajada. Mis ojos se paseaban por las viñas, mulas, aljibes, pozos, riachuelos, huertas, animales y árboles de todos los géneros y generosos por sus carnes y frutos. Todo ese territorio era una pequeña parte del señorío, lo suficiente para hacer orgullosa a una ciudad bien abastecida. El Conde de Niebla era un luchador nato, nacido en una familia que existía para amargar al moro, ya que todo lo de su merced, era fruto de la contienda. Mi pavor se debía, no a su destreza con el acero, pues llegado el caso, podía batirme con quien tuviera malos fines, sino a su ostentación y refinada cortesía. Mis años de bagaje por lugares insalubres donde la educación no daba pan, me habían convertido en un bruto sin encanto.



Pasé bajo un porche invadido por los geranios, antesala de un caserón blanco y fresco. Bebí de un cubo de agua sacado de un pozo, haciendo renacer en mi las fuerzas arrebatadas por el camino. El olor a pan, horno y vino fresco avivaron mis sentidos y noté como se desperezaba mi lengua bañándose en los jugos salivares segregados en busca de alimento. Mi nerviosismo aumentó, cuando vi que todo el que pasaba por allí estaba atareado y no prestaban atención a este desarraigado que suponían, supongo, buscaba trabajo como jornalero. Esperaban que cogiera camino cuando viera que allí no faltaba de nada, salvo caridad.



Entonces me puse a deambular por las pequeñas huertas, disfrutando del buen hacer de los campesinos y sobre todo campesinas y sus robustas manos. El sol vigilaba, recordándome con picor en la piel, que seguía allí y que él mandaba. Un hombre con cara de no disponer de una amplia selección de simpatizantes, se acercó cojeando de la pierna izquierda mientras se agarraba por el lado derecho de un largo cayado, como si un demonio invisible y amargante, no dejara de agarrársele. Le cubría la cabeza una extraña capucha negra uniéndose en su cuello a un tabardo que le envolvía hasta las rodillas. Justo en el centro del tabardo había tejido un escudo en el que se discernía, un gastado castillo atravesado por una larga espada muy guerrera. Iba masticando, sobresaliéndole de la boca, una espiga de trigo, y cuando se acercó un poco más, vi que una larga y fea cicatriz le atravesaba la cara y un ojo, el cual tenia cosido como si un remiendo de mi capa fuese. Yo anclado en mi sitio, lo mire con los ojos entornados a causa del astro rey, mientras notaba como lo que parecía una fila de frustrantes hormigas me recorría la espalda.



- ¿Eres el poeta? – escupió más que habló, mientras me miraba con su único ojo, como un dios maldito mira el devenir de los mundos. Entonces cavilé que si los que manejaban los hilos de la vida, aunque fuesen hombres de poca sesera, me citaban de poeta, yo sería su poeta.



- Si, señor. Vengo por mandato del señor conde.

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