domingo, 26 de junio de 2011

Lo que era y puede que ya no sea, Sevilla





Me fui, tan rápido que a veces me da la impresión que ha sido un sueño agridulce, de Sevilla. Ya pasó un año académico más, ya soy algo más viejo, y gracias a este lugar, también puedo decir que más sabio. Los últimos días allí pasaron entre el calor sofocante y los preparativos del volver a tierras gaditanas, pero hasta que no paseé tranquilo por sus calles de nuevo, no me di cuenta de que necesitaba decir algo sobre este lugar.
Y es que en una ciudad abotargada por el turismo como Sevilla, no es difícil olvidar donde se está.
Sevilla no son los bares ni restaurantes que salpican las calles y plazas alrededor de la Giralda. No es el flamenco plastificado del Tablao Flamenco del Arenal o el descafeinado de la Carbonería. No son los cruceros para guiris atestados de palabras de belleza que describen en un coctel de lenguas extranjeras las maravillas de la rivera del Guadalquivir. Y por supuesto no son esas exageraciones masivamente atrofiadas de clichés andaluces como son la Feria o la Semana Santa. O por lo menos así quiero pensar.
Todo eso es parte del paquetito preparado exquisitamente para el guiri, esa Sevilla artificial cuya estropeada esencia puede olerse en el rastro de mierda que dejan los coches de caballos.
Perdido en la borrachera de olores que es la noche primaveral en Sevilla, aún se intuye la sangre andalusí manando entre los adoquines de una tierra ahogada por los estereotipos. Y para enamorar a quién lea este texto de una ciudad que supo cautivarme, enarbolo la espada del cliché más bonito que esgrime Andalucía, el de su pasado andalusí.
No me resulta difícil oler los naranjos y pensar en Al Mutamid, rey poeta de Sevilla, cuya dedicatoria descubrí escrita entre los jardines del Alcázar. Reuniendo en sí lo que podría significar esta tierra, agresiva poesía caótica de culturas ahogadas por un dios hostigador. Tierra de dulce relajación de los dogmas integristas que radicalizan la convivencia, de un sol domado a base de árboles frutales, aljibes, fuentes y aromas florares.
Allí, en el Alcázar, aún se ve al rey sevillano salvando su reino de la codicia castellana ganando una partida de ajedrez al rey cristiano, entre azahares y jazmines. Junto a las palmeras plantadas en el paseo del Arenal, Al Mutamid se enamoró perdidamente de la que sería su principal esposa gracias a una poesía, por un juego, por una contestación, por una maravillosa revolución femenina frente a las aguas arremolinadas del Guadalquivir.
Y es así como esta última analogía me resulta tan representativa, pues para salvar Sevilla y el reino de los castellanos, Al Mutamid pidió ayuda a los rígidos y oscuros Almohades. Estos se enamoraron de la ciudad, decidieron quedarse, pagando así el último rey de Sevilla el castigo de los que enseñan su preciado tesoro a los envidiosos, siendo expulsado de Al Andalus, pereciendo en Marruecos. ¿Y puede que sea esto lo que ocurre en la actualidad? Siendo Sevilla rescatada por el turismo y la estandarización correspondiente, secuestrando y exiliando sin remedio lo que era y puede que ya no sea, Sevilla.


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