domingo, 19 de junio de 2011

El Juglar #2

Mi trayectoria orbitaba en derredor del viejo reino Nazarí. Sus fronteras fluctuantes podían arrastrar a cualquier diablo a la vorágine caótica de la guerra que, como una podredumbre pestilente y asquerosa, estaba marchitando una rosa roja y bella... eternamente bella. Por tanto, el sueño de soldados y reyes se llamaba Granada. Mi alegría crecía, pues tan insolente y arrogante me convertí, como el hijo de un comerciante que ha visto el mundo siempre, a través de la opacidad de los dineros de su progenitor. Nunca me faltó de nada en esos tiempos fáciles para mí y difíciles para el mundo. Pronto fui un cantamucho, un juglar de esos que antes de llegar a los sitios, ya lo esperan... preparados para que alivie sus cargas con un poco de la aventura que nunca vivirían.

Mi senda se colmó de flores frescas, mieles y dulces en forma de guerra. Ya que no hay mayor inspiración que la muerte entre los hijos de Dios, ya fuera Alá o Jehová, y en algunas ocasiones Yahvé. Mi señor Don Alfonso bisnieto del denominado El Sabio, llevaba guerras con el reino de Gibraltar, vasallo del Palacio Rojo Nazarí, donde el moro se había hecho fuerte. Allí contemplé la absurda masacre de hombres en su máximo esplendor, no obstante, para mí no era desconocido. Yo, en mis tiempos de mayor escasez apolínea, tuve que refugiarme en las artes del dios Marte. Aunque en el oficio de sesgar vidas, no me sentía torpe, pero si peón en un juego al que no estaba preparado, ni del que quería ser sujeto pasivo. Tras un choque de corceles marinos negativo para los cruzados, el cual escuché por boca ajena puesto que la liquida faz me aterrorizaba, tropas del pilar africano de Hércules desembarcaron en playa Andalusí. Don Alfonso, listo para acabar de una vez por todas con la afluencia de sarracenos, los aplastó en Salado. Testigo sublime del mal del hombre, pude registrar todas las venturas y desventuras de nuestro rey. Una nueva colección de rollos apergaminados, tintarrajeados con pasión por mi culpable pluma, impulsada por los nuevos vientos producidos por la esfera, que ya empezaba a ser mágica para mi. Este objeto se convirtió en mi tesoro personal, del que me hacia poseedor del mayor bien que puede existir... el de encantar. Era monarca absoluto de un poder que nadie podía combatir con violencia, ni quemar con fuego divino... pues mi reino era céfiro en mi garganta. Me convertí en un pequeño con fama más que gloria, sin órdenes de nadie y amigo de muchos. Aunque demasiado para mi gusto, mi extraña bendición del santo padre en forma de orbe, se estaba haciendo igual de famosa que mi persona, ya que muchos sabían que la llevaba siempre al cinto y no la soltaba ni en mis baños, que como todo buen cristiano, eran escasos y mirados con extrañeza.

Tras esa bendita batalla, mi errar tras los estandartes me llevaron a la mismísima Gibraltar, columna de Heracles. Fin del mundo clásico, el fin del mundo musulmán, o eso creíamos. Pero al parecer, al Gran Pastor no diéronle ganas de que los cristianos pusiesen pie en La Roca. Pues una azotaina de viento negro sesgó la vida de escuderos e hidalgos, y otros no tanto hidalgos como si reyes, ya que Don Alfonso luchó contra algo que la espada no hendía. Corría el año mil trescientos cincuenta desde el nacimiento de nuestro señor Jesucristo, y el mundo para mí se tambaleaba.

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